Texto: Catalina Rothberg –  Fotos: Silvina Woodgate

Fue un seis de octubre de hace ya casi dieciocho años cuando el hogar El Jaguel  empezó a tomar forma. Estela Sosa, su fundadora, decidió dejar el lugar en el que hasta entonces trabajaba, entregando a Dios todos sus proyectos. Le pidió ayuda a su hermana Susana para poder usar la casa paterna para albergar niños en situación de riesgo o abandono.

Durante 1999 fue una época difícil pero Estela y su hermana la supieron llevar. Hicieron una asociación de la protección de la niñez en riesgo y lo nombraron El Jaguel de María como nombre fantasía.

Camada 1999

La primera camada fueron treinta y ocho chicos con la particularidad de haber muchos grupos de hermanos. “Una linda primera experiencia. Fue un placer”, compartía Estela. Cada uno de esos chicos fue creciendo y, eventualmente, dejando el hogar. Hoy queda Karina, una joven de dieciocho años que, gracias a una colaboradora que paga la cuota, está haciendo el curso de pastelería en un colegio gastronómico. Ciento treinta chicos pasaron por el hogar en los últimos diecisiete años y a pesar de seguir su camino, no han perdido el lazo.

Allanando camino

Estela siempre supo cómo quería que fuera el hogar. Quería chicos libres. Que quedara claro que ninguno estaba ahí por haber cometido algo malo sino por una situación particular con sus padres que los incapacitaba para vivir juntos. La única obligación que tenía cada uno era estudiar y empezar a proyectar un futuro propio, en El Jaguel los irían preparando para luego salir y seguir  su propio camino. El objetivo era ofrecer un espacio de contención, siendo abrigo en todas sus necesidades.

Cubriendo necesidades

La venta de pan estuvo presente desde los inicios. El esfuerzo y el trabajo los llevaron a que jamás haya faltado una comida. Comenzaban a las cuatro de la mañana horneando el pan y las facturas, luego salían, lo vendían y a las tres y media de la tarde volvían a amasar para salir nuevamente a vender y así, comprar harina para hacer el del día siguiente. Un trabajo constante que además de proporcionarles un sustento económico, les concedía la satisfacción que dan los frutos de un trabajo bien hecho.

Los fines de semana, las ferias americanas lograron hacer una diferencia importante desde lo económico hasta lo personal reforzando las mudas de ropa para cada chico.

Una pata esencial que mantuvo gran parte del hogar con vida fueron los colaboradores. Cuando alguno se cansaba, siempre aparecía otro para ofrecer ayuda.

Después de un incendio en el 2001, el Banco Galicia se hizo cargo por ocho años ayudando a reconstruirlo desde cero. También el Village estuvo hasta el año pasado colocando alcancías en los cines para ayudar al hogar, y se ocupó de la instalación del teléfono.

“Cuando las fábricas preguntan qué necesito, les digo trabajo. Necesito que se les den una oportunidad para que los chicos puedan trabajar”, decía Estela sentada en su escritorio, rodeada de estanterías llenas de libros para chicos en edad escolar, mientras nos contaba sobre este lugar que llegó a ocupar gran parte de su vida.

Trabajar juntos

“Yo amo Villa Rosa. Es importante trabajar juntos, no sólo para el hogar sino para la comunidad. Todo lo que podamos hacer entre todos por Villa Rosa suma. Nosotros particularmente tenemos que terminar construcciones y hacer un SUM para hacer talleres y poder alquilarlo para eventos. Es muy reconfortante apoyar la cabeza antes de dormir y sonreír satisfecho por lo que uno hace. Renegar, siempre renegamos, pero no hay nada más lindo que llegar a la noche, hacer un repaso y decir simplemente gracias. El hogar es de todos”, compartía Estela mientras cerrábamos la charla pensando en la idea de cuántos chicos más podrían cobijar si, Eidico y el hogar, comienzan a trabajar juntos.