Por Federico Gallardo

El 18 de octubre del año pasado viví uno de los días más duros e increíbles de mi vida. Cumplí un sueño. Uno de los tantos que me propuse y, gracias a Dios, pude cumplir. Corrí mi primer maratón en San Lorenzo de El Escorial, Madrid, llamada “La Montaña Solidaria”.  Ahí va…

La noche del viernes en el hotel la puedo definir como “la puerta de entrada al cielo”. Fue todo espectacular: el plato de fideos en un restaurant, los mensajes motivadores, la cabeza a mil por hora, la ansiedad ganándole a prácticamente todos los sentimientos y, por otro lado, el auto convencimiento en cada segundo de que podíamos lograrlo, que esa carrera era mía, era nuestra y que nada nos iba a frenar. Con esa fe nos fuimos a intentar dormir un rato. 

Nos levantamos el sábado a las 6 de la mañana, desayunamos cereales con banana, nueces, pasas de uva y miel, un buen shock de energía para ir a la guerra. Nos cambiamos, armamos las valijas, las dejamos en la recepción del hotel y partimos.

Unos minutos antes de las 9:00 AM nos fuimos para el lugar de la zarpada, el organizador se encargó de animar y motivar a los corredores, muchos con cara de susto, porque lo que se venia no era algo normal. Y empezó el típico “Tres, dos, UNO… VAMOSHHH” y arrancó el sueño, empezaron las 6 horas y 54 minutos más fuertes, intensas y espectaculares de mi vida.  

Los primeros kilómetros fueron duros, diría destructores. Hasta el km 7 fue todo subida, arrancamos la carrera en 1.032 metros y llegamos a los 1.751 metros lugar donde alcanzamos el pico del largo trayecto (ahí fui testigo de una de las vistas más imponentes del maratón).

Hasta ese entonces íbamos hora y cuarto de carrera. Mis piernas ya no podían más, no estaban preparas para tanta piedra, tanta subida, tanta guerra. Desde ahí hasta el km 16 bajamos hasta los 1.200 metros.

Antes de la carrera veía el mapa con los desniveles y pensaba que bajar iba a ser fácil… ¡Qué equivocado estaba! Mucha piedra, mucha pendiente hacia abajo, el cuerpo me empujaba para adelante y mis rodillas no sabían como frenar, mis tobillos como aguantar y mis pies donde apoyar para evitar lo peor, una caída, un esguince, o algo que me despierte del sueño.

Llegué a rogar para que se acabara la pendiente hacia abajo porque prefería subir… Y enseguida la montaña me escuchó, tuvimos que subir hasta el km 23 y llegar a los 1.600 metros en donde el aire empezó a faltar… Bajamos hasta el km 25 y de nuevo subimos al deseado kilómetro 30, el segundo pico más alto de la carrera con aproximadamente 1.700 mts de altura.

Entre el km 25 y el famoso km 30 experimenté uno de los dolores más fuertes que sentí en mi vida, el dolor total de la cintura para abajo y sobre todo el dolor emocional de creer que quizás había una remota posibilidad de no llegar… No me avergüenza decirlo, corrí varios kilómetros con lágrimas en los ojos, pero en todo momento había algo que me empujaba un poco más, me hacia dar un paso más…

El convencimiento en la cabeza hacía su aporte pero el físico contrarrestaba el optimismo, convirtiendo una lucha interior en mi cuerpo que nunca había vivido. Logré entender lo que dicen los libros de running. Llegar al famoso km 30 no es tan difícil, lo difícil es seguir. Las personas que se dedican a esto dicen que en ese km arranca el verdadero maratón, porque el cuerpo se va quedando sin nafta y empiezan los 12 kilómetros  y 195 metros MÁS difíciles de todo maratón, empieza a jugar el rol de la cabeza y si no estás preparado, si no tenés espíritu para correr lo que falta es probable que abandones, y así fue como vi a varios dejar de lado su sueño por no poder más ni física ni mentalmente… Tenía que llegar a ese kilómetro como fuera pero nunca imaginé llegar tan cansado. Nos miramos con Tito en el segundo punto más alto de los 42 kms y nos dijimos: “Ahora se corre con el corazón hermano, estos 12km con el corazón…” y así fue… Ya no había piernas, ni brazos, ni restos físicos, íbamos 5 horas y cuarto de carrera y lo único que teníamos para seguir corriendo era corazón, te juro que era corazón y llévalo al plano de ponerte a personas que amas en la cabeza y a pensar en ellas, ponerles caras a cada kilómetro, llévalo a decir “Yo puedo”“Puedo cumplir mi sueño”“Puedo lograrlo”“Lo hago por tal persona, por tal otra”… Los 12 kilómetros que quedaban eran en bajada, lo que yo tanto había sufrido hasta ese entonces y volví a confirmar lo duro que es correr en montaña.

Y así fue como empezamos a bajar, convencidos de que podíamos lograrlo, las plantas de los pies hervían de tanto rebote, los tobillos estaban hinchados y las rodillas a punto de explotar, los brazos querían caerse y la cabeza pensando y analizando cada paso, cada pisada entre piedra y piedra para no fallar, un paso en falso y chau sueño…

Y así fue entonces como el corazón dijo presente, dijo acá estoy, contá conmigo para terminar esto. Vino a mi cabeza la persona que le da luz a mi familia, que vino a cumplir una misión a este mundo y sólo el de arriba sabe cuál es. Lu, mi sobrina, que es discapacitada fue la persona que hizo que esos 12 kilómetros se convirtieran en el cielo… Ella apareció entre ceja y ceja y cuando la vi tan clara me propuse correr cada paso por todos los que ella no puede dar, es impresionante pero me sacó fuerzas de donde no tenia, juro que no tenia… Y cada paso y cada zancada fue uno más que me llevaba al kilómetro 42, ya no sentía dolor, ya no sentía nada, solo pensaba en Lu y seguía corriendo. Las lágrimas de dolor empezaron a convertirse en lágrimas de felicidad, de satisfacción, de orgullo, de pensar en ella, en sus padres y en mi familia… Me di cuenta que el amor une, da esperanza y vida.

Nos fuimos acercando a la meta, al sueño, al anhelo de aquel mes de octubre. En el km 40 miré al cielo y grité fuerte: “¡Gracias Dios!”Y volví a gritar: “¡Gracias por ponerme a este tipo al lado mío!”, el optimismo y las palabras de aliento hablan de lo que es este tipo y hablo de Tito. Fue el bastón cuando las cosas se pusieron realmente duras, fue la energía y el optimismo que todo corredor quiere tener al lado siempre…

El último kilómetro fue increíble, la gente aplaudiendo y gritando “Enhorabuena”“Vamoshhh tío que ya lo tienen” y cosas similares. Y llegamos nomás, logramos el objetivo, no te puedo explicar la cantidad de cosas que me pasaron por el cuerpo y la mente en ese momento. Fue mucho más que correr 42 kilómetros, hay algo mucho más fuerte que estar horas y horas corriendo… es agregarle una capa extra a mi personalidad, es pensar que puedo imaginar lo inimaginable, el maratón es una metáfora de la vida, que la vivís en carne propia, después de esto no se si en mi vocabulario exista la palabra “No puedo”… Y me viene a la mente una de las tantas frases que leí en estos días: “Cuando cruzas esa meta, sin importar lo lento o lo rápido que lo hagas, tu vida cambiará para siempre”. 

Cruzamos la meta después de estar 6 horas y 54 minutos corriendo, y nos fundimos en un abrazo que nunca más en mi vida voy a olvidar.