Los bosques son más altos, las aguas más transparentes y las rutas, desiguales caminos entre montañas. Veníamos de palmeras, islotes en aguas tranquilas y un delta espeso; horizontes planos en Tigre y un río Paraná majestuoso en Zárate. Llegar a San Martín de los Andes fue encontrarse con una Argentina distinta, de vistas imponentes y lagos amplios, de naturaleza más despojada. Y fue también alejarse de casa y probar un destino lejano.
La empresa se había consolidado sobre bases sólidas: numerosos barrios en Tigre, con los lanzamientos fuertes de los barrios de Villa Nueva, y El Aduar, con la comprobación de que el sistema también funcionaba para destinos de fin de semana o vacaciones. Llegó entonces el momento de alejarse del Río de la Plata y encarar la Patagonia del país. Patricio Lanusse había encomendado a su yerno, Matías Iribarren, que vivía en San Martín de los Andes, que estuviera atento a ver si aparecía algún campo atractivo para hacer un barrio. “Un día me llama y me comenta que había visto un campo sobre la montaña. Que algunos pensaban que estaba demasiado alto y era muy agreste como para conseguir interesados, que sólo podía ser para locos. Pero a él le gustaba. Viajé a conocerlo y ya éramos dos locos. Al tiempo se sumó Jorge (O´Reilly) y sólo faltaba conseguir 97 locos más… y aparecieron”.
Que era muy alto, era cierto. Pero que era incomparablemente lindo, también. Matías nos cuenta su parte de la historia: “Yo vivía en San Martín cuando Eidico empezó. Veía todo lo que hacían, y la imaginación que tenían para hacer lo que quisieran; y por otro lado, veía lo lindos que eran los campos en el Sur. La gente que venía de Buenos Aires siempre se quedaba entusiasmada con el lugar. Entonces empezamos a buscar… Hubo algunas opciones. Hasta que en 1999, un amigo mío me dijo que había un campo que me iba a gustar. Yo ya tenía resuelto volver a Buenos Aires, pero fui a verlo.
Me fui una tarde de un día espectacular, sin una nube. Desde abajo no se veía nada, pero a medida que íbamos subiendo descubríamos mejor el paisaje, cada vez más alto. Yo no podía creer lo que teníamos frente a nuestros ojos. En una de las últimas curvas, miré la vista y dije: “Acá va a pasar algo”. Sin saber el precio, sin saber nada, me dije: “Éste es el lugar”. Llegamos a la casa principal y la mujer del dueño nos dijo, sin muchas ganas porque no quería vender, si queríamos ir al mirador. “Pero ¿cómo? ¿Hay más todavía?”, pregunté. “Sí, arriba se ve todo”, me contestó.
Y resulta que era cierto: se veía TODO. Fueron caminando por un monte espeso. Llegaron muy cansados, y los recibió el paraíso más espectacular que podían esperar. La ciudad de San Martín de los Andes, el lago Lácar, el lago Lolog, el volcán Lanín, incluso el campo donde vivía Matías, junto al aeropuerto, todo visto desde aquel punto. Todo. Los valles con poblaciones en miniatura, los pinos diminutos a la distancia, los caminos sinuosos y los cerros recortados contra el horizonte evocaban una aldea de mentira.
Un sueño que empezaba a concretarse
Luego, las anécdotas que hay en los comienzos de muchos de nuestros proyectos, con los vínculos humanos, el sentido común, el trabajo a pulmón y la buena voluntad como base de toda negociación y de toda ejecución de tareas nuevas. Así comienzan las relaciones con el dueño del campo, y el ingrediente de humanidad sumó color al relato: su primera reacción fue la de un amo celoso de sus posesiones valiosas. Consideró que en la primera charla con los socios, no se había valorado lo suficiente su gran campo.
Acostumbrado a las charlas largas, con tiempo para el elogio, el repaso y la imaginación, Leo, que así se llamaba, se encontró con un Eidico de agendas apretadas, tiempos apremiantes y ansias de concretar ideas. Dijo que no quería vender, “no así”. “Tu campo les encantó”, le insistió Matías casi un año más tarde, “de verdad. Quizás no lo supieron demostrar, pero es así. Quedaron encantados”. Fue entonces que Leo aceptó vender y se lanzó el proyecto en 2000. Nuestro objetivo era que 97 personas disfrutaran lo que era de uno sólo. Esto se respetó siempre.
Leo no solamente accedió al pedido, sino que se comprometió con la causa, hizo amistad con nosotros y lideró la marcación de Miralejos. “Hay como ochenta puntos estratégicos en el campo. ¿Cuántos lotes quieren? ¿Cien? Bueno, está bien. Yo tengo cien lugares increíbles acá adentro”. Viajó una comitiva improvisada, con empleados de Eidico, hijos y amigos, y se dividieron en equipos de a dos personas, cada uno cargado con máquina de fotos, metro y estaca.
La montaña se llenó de parejas exploradoras que iban descubriendo rincones ineludibles, donde imaginaban futuros lotes. Medían los posibles laterales, contaban los pasos y clavaban una estaca con un número de referencia. Así, y con filmaciones 360 de cada parcela, se decidió la base del masterplan, que después se concretó y profesionalizó con ayuda del agrimensor. La prioridad era cuidar la naturaleza del lugar, por eso dejaron el 75% de la superficie como hectáreas comunes. Los compradores suscribieron a la distancia, basándose en las fotos y videos, y confiando en el entusiasmo de todos los que conocían el lugar.
Casi un año después del comienzo de las obras, la administración pasó a manos de Esteban Bosch y su mujer, Marieta, que era empleada de Eidico. Ambos habían ya vivido en San Martín de los Andes, y se enamoraron del proyecto. Lo lideraron con espíritu pionero y prolijidad de artistas, cuidando cada decisión y cada paso dado. Tanto que, internamente, siempre se tomó el suyo como ejemplo de gestión para los futuros barrios de Eidico.
Fue nuestro desembarco en un Sur generoso que nos siguió recibiendo durante años con proyectos de lo más variados, incluyendo proyectos de inversión, como los de Ushuaia. Y fue la prueba de que podíamos llevar nuestro sistema también al resto del país. Abrimos la puerta de acceso a la Argentina toda, y nos animamos a seguir buscando dónde más podíamos brindar una solución.