Nunca en mi vida me gané nada. Cuando participo en algún sorteo, es una sensación muy fea la de comprar un numero sabiendo de antemano que no va a salir.

Sin embargo, la suerte estuvo un poco de mi lado los otros días cuando fui elegido, entre todos los que formamos parte del equipo de marketing de la empresa, para irme a Ushuaia. Cinco días de arriba, con mi mujer, con la excusa de visitar el centro de esquí para evaluar posibles acciones promocionales.

Nos mandaron en el primer vuelo de la mañana –durísimo por el horario– pero el viaje estuvo bien. Durante el trayecto entre el aeropuerto y el hotel, el taxista nos puso al tanto de las novedades de la ciudad. Entre muchas -muchísimas- cosas, nos dijo que es uno de los rincones más lindo del mundo, que es impagable amanecer cada día con una vista como la que te devuelve el canal de Beagle y que hasta podría compararlo con los lugares más increíbles de Canadá, por ejemplo, pero que no conoce Canadá.

A la hora de llegar al hotel, nos pasó a buscar un remis y fuimos directo al centro de esquí. El paisaje te dejaba sin aliento, igual que los dos kilómetros que nos tuvimos que caminar después de que se rompiera el auto en una curva sin señal de celular. Al final de la jornada, y después de algún que otro porrazo, el balance terminó siendo muy positivo: antes de que cerraran el complejo, al menos ya podíamos pararnos sobre los esquíes sin ayuda de terceros.

El resto de la semana hicimos de todo. Caminamos sobre la nieve con raquetas, paseamos en trineos tirados por perros y comimos centolla en cantidades casi industriales. Y para matar un poco el frío, le hicimos caso al taxista y nos dimos una vuelta por el shopping nuevo, donde le dimos un lindo sacudón a la tarjeta.

Hablando de tarjetas que tiemblan, hay que reconocer sin embargo que Ushuaia está bastante piola para ir de compras, sobre todo por eso de las ventajas impositivas que tiene Tierra del Fuego. No es que vas a encontrar todo regalado, pero sí por ejemplo podés conseguir buena pilcha a precios lógicos o directamente encontrar algunas cosas importadas que no ves en otras ciudades.

Si me preguntás, los cinco días pasaron demasiado rápido para mi gusto. Cuando despegaba el avión, yo miraba la ciudad por la ventana y pensaba lo lindo que sería vivir ahí. Bueno, no sé si vivir, pero sí tener algo, alguna excusa como para ir seguido. Se lo comenté en ese momento a mi mujer y me puso cara de “mejor dormíte”. Pero doblé la apuesta y le aseguré que cuando se quiera acordar vamos a estar de vuelta en Ushuaia. Promesa.